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Cuento: Un largo contagio

 


Cuento mi historia para no olvidar este episodio inusitado de mi vida que marcó un antes y después en el mundo.

Aquel marzo de 2020 fue un antes y después en mi núcleo familiar. Se detuvo el curso de los paseos por la geografía caribeña y las fructíferas reuniones sociales que producían tan buena vibra. Se esfumó la gran tranquilidad de tener una vida activa de grandes satisfacciones con pequeños actos.

Licencia con mitad de remuneración para mi padre y el golpe duro del desempleo para mí, fueron los ingredientes accidentales para soportar aquellos meses siguientes donde la muerte y la recesión económica retumbaban en todos los rincones del país.

Desde marzo los juegos de mesa, las maratones de series y documentales en Netflix, fueron los firuletes para aquel caótico y detestable encierro debido a la crisis sanitaria. Pese a no tener ningún inconveniente de tipo monetario, a medida que caían los días se agudizó el mal carácter de nosotros. Desespero, ansiedad, fatiga y claustrofobia fueron los fantasmas que recorrían cada rincón.

No obstante, también comenzamos a cambiar las perspectivas sobre la vida cuando nos enteramos sobre los casos de contagio en la familia y amigos. Algunos pudieron superar la enfermedad, aunque les haya dejado secuelas y otros murieron por culpa del maldito virus.

La zozobra se asomó. No quería salir. El autocuidado totalitario se apoderó y los tres perdimos la riqueza de respirar sin tapabocas y abrazarnos espontáneamente. Maldito virus.

¿Pero sabes qué me ha dejado el maldito virus todo este tiempo? La fortuna de compartir con los dos tesoros más grandes que tengo ahora: mis dos papás.

Esa convivencia y tiempo junto a ellos que no tuve en mi niñez ni adolescencia, ahora las estoy disfrutando como adulto joven. Y se siente bien. Se siente diferente. Se siente vital. Se siente apreciado.

Te ayuda a dar una visión clara sobre el por qué tus progenitores tienen su personalidad y cómo diversas situaciones de la vida les ayudaron a forjarlas. Aprender y desaprender. Que para tener tranquilidad y solvencia hoy, tocó un magno esfuerzo de trabajo y un río de lágrimas de sacrificio.

Todo este tiempo me ha servido para responder interrogantes que alguna vez tuve como: ¿por qué mi mamá hace las mejores arepas de trigo? ¿por qué mi papá sabe tanto de boxeo? ¿por qué aquella vez me regañaron fuerte?

Aprendí a valorar aún más cada plato en la mesa, cada vaso de agua panela, cada abrazo, cada beso en la frente, cada espacio para el ocio y cada consejo de vida. Me contagié de la compañía valiosa de mis papás.  

Meses después, mis dos padres ya están vacunados con la segunda dosis y en próximos días lograrán la inmunización. Mi papá muy probablemente retornará a su trabajo habitual y mi mamá tendrá otras rutinas que le arrebató el maldito virus.

Y mientras tanto yo sigo esperando otra oportunidad de la vida. Seguir tocando puertas. Volverme a ver con mucha gente que hace rato no veo. Explorar nuevos caminos. Conocer más personas y paulatinamente retornar a las pequeñas rutinas que me generaban grandes satisfacciones. ¡Y así será!. 

Cuento: El lápiz que aprendió a volar

 


En una aldea remota cuyo nombre ahora no recuerdo, vivía un lápiz llamado Grafo. Hijo del carbón y la madera. Su pasatiempo favorito era jugar con el papel y arena haciendo aviones y pistas, con la ilusión que algún día uno de sus aviones despegara.

A pesar que tenía una punta muy delgada y una nata de borrador muy blanda, su sueño era volar tan alto como Ícaro para perderse en un horizonte infinito teñido de azul y blanco.

Grafo era un lápiz solitario. No se juntaba con los otros lápices de la aldea porque se burlaban de su juego. Tampoco compartía amistad con los bolígrafos porque éstos lo veían muy chico e inferior a ellos. Solo tenía como amigos a el papel y la arena.

Grafo se cansó de jugar con el papel y la arena. Se aburrió de hacer despegar aviones sin éxito alguno y decidió luchar por su sueño de volar más alto que el ruiseñor que cantaba diariamente en el pueblo. Se distanció de sus amigos y decidió emprender solo.

Un día caminaba por una calle y se tropezó con otro lápiz. Grafo le contó su sueño, pero éste se burló y lo trato de “iluso”. Un bolígrafo que pasaba por allí también lo escuchó y lo trató de “infantil”. Grafo tuvo un desaire cuando escuchó esas palabras burlescas, pero no lo desanimó a comenzar su sueño.

Entonces él decidió buscar por cuenta propia cuáles elementos podían servirle para cumplir su difícil sueño.

Primero usó las plumas de aquel ruiseñor que cantaba; pero ni siquiera alcanzó elevarse a media altura cuando cayó estrepitosamente. Luego, busco unas aletas de acero prestadas por el sacapuntas para saltar desde una montaña de cartón, pero tampoco les sirvieron porque le pesaban mucho.

Cuando creyó renunciar a su sueño, reaparecieron sus antiguos compinches de juego: el papel y la arena. Lo decidieron buscar porque estaban preocupados y hace días no tenían noticias sobre él.

Grafo les contó lo que andaba haciendo y los fracasos que había tenido en la búsqueda de su sueño. A diferencia de los demás, sus dos amigos se entusiasmaron y le dieron una nueva idea: el papel le daría el trozo más fino que tenía y la arena su tierra más compacta. Así podría elevarse con mayor dinámica y fuerza.

Se pusieron manos a la obra. Grafo pegó las alas del trozo regalado por papel con silicona y aplanó con su espalda la pista hecha con la arena. Los tres calcularon cada movimiento para lograr la mejor precisión y mayor estabilidad. Luego de varios ensayos y errores, llegaría el gran día.

Bajo la complicidad del viento y el sol de la tarde, Grafo logró concentrarse, corrió sobre la pista de arena con sus alas de papel y saltó tanto, que terminó volando a merced de los vientos alisios que zumbaban en la aldea.

Desde la inmensidad de las alturas comenzó a vivir su nueva realidad, Grafo miró hacia abajo y vio las lágrimas de sus amigos que le dieron lo que cada uno tenía para que lograra lo que siempre soñó: volar más alto que Ícaro para perderse el horizonte infinito teñido de azul y blanco.

Pasado meridiano en la 45




Al filo de la tarde, cuando el sol apaga su brillo y el sonido del tráfico vehicular es como el rugir de mil leones, abandonaba el lugar donde mis días transcurrían entre la falsa vanidad de querer ser alguien y las minúsculas ganas de vivir.

Caminaba junto a mi compañera de mil batallas, a la estación Hawthorne para abordar el metro que nos llevaba rumbo al suburbio 20 de Julio.

Para llegar a la estación, caminábamos por la Avenida 45; una histórica vía con andenes muy anchos y casas de arquitectura republicana; que tenían pomposos jardines, terrazas amplias, balcones de ensueño y palos de matarratones tan grandes que parecían unos raulíes perdidos en el trópico.

Los primeros días caminando a lo largo de esa calle, éramos como los solitarios y desocupados Adán y Eva: a cualquier cosa le poníamos nombres absurdos, para darles una existencia alterna y reír a carcajadas como dos idiotas graduados con honores.

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Todos los días teníamos en común un tema por discutir y que nunca llegaba a una conclusión. Comenzaba a la salida de la oficina y terminaba en la estación. Debates bizantinos que curiosamente no tenían el minúsculo aburrimiento. Si eso hubiese sucedido, quizás, habríamos hallado el por qué y para qué existe el Universo.

Cada cuestionamiento e interrogante de ella, hacía que mi argumento se tornara como una marejada que choca en la orilla.

Manejaba la literatura jurídica al dedillo. También recomendaba series y películas donde los abogados no eran tan desalmados como yo los concibo. No creo que su interés haya querido ser magistrada, sino una defensora acérrima de los hombres que son invisibles ante los ojos de la ley.

Yo, manejaba temas más variados que tenían opiniones odiosas impregnadas con el perfume de la juventud: rabiar contra las tradiciones más obsoletas. Generalmente ella no las compartía, pero entendía por qué yo pensaba así.

Así duramos muchos años. Ganamos anécdotas, tristezas con arroyos de lágrimas y unos kilos de más. Deleitamos nuestros toscos paladares con helados, pizzas y mangos salteados con pimienta. Aprendimos mutuamente a cocinar a fuego lento la amistad dándole grandes cucharadas de diferencias.

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Hoy tenemos caminos separados: la Avenida 45 está cerrada por arreglos en la vía; el lugar donde trabajábamos quebró por una dura crisis económica inesperada; yo regresé a mi pueblo y ella se fue al extranjero. A veces hablamos, pero no con la regularidad que se hacía cuando éramos felices con tan poco.

Ahora no sé qué sentiré cuando vuelva a caminar por esa avenida donde hacíamos de nuestros días una pasarela camino al paraíso.

El sueño de abril



Fue aquella tarde dulce de enero una de las más ardientes y pasionales para mí, porque esa vez logré lo que hace mucho deseaba: divisar en el horizonte tu cuerpo de Afrodita caribeña y respirar tu precioso perfume de fémina.

Tú no lo sabes, más yo lo he soñado. Entre mis sueños carmín y prolongados suspiros; aquella tarde se tiñó de oro en ese espacio que vivimos juntos. Mi alma emprendió vuelo a regiones de lo infinito en aquel pasado meridiano.

Encendidos por el motor del deseo y frenados por esas cancelaciones continuas de citas que suelen suceder cuando no se tiene a la suerte como aliada; esperamos en la apertura del año encontrarnos en aquel centro comercial ubicado al norte de la ciudad.

Tomé un bus con ruta hacia al lugar de la cita. Usé mis audífonos y tarareaba mi canción preferida; naufragué mi mirada en la ventanilla para ver si sorpresivamente hallaba tu sonrisa entre los transeúntes de una concurrida avenida de la ciudad.



Luego, caminé unas cuadras. El astro rey adornaba aquel cielo con nubes que parecían grandes algodones colgantes. Las brisas suaves como el canto del poeta que en un suspiro involuntario da, decían tu nombre y me llevaban recados de lo posiblemente nerviosa que podías sentirte por la timidez que te invadía.

Llegué y entre tanta gente que caminaba con o sin rumbo alguno, a las afuera del café: te ví, te ví y te ví. Tuve la misma sensación de aquel abril cuando te conocí mientras navegaba en un universo de bits y desde entonces se volvió un sueño poder contemplarte en mi retina.



Mi estómago se encogió y no le dio paso a las mariposas inoportunas. Quedé tan frío como un glacial. Mis manos temblaban como si fuesen el epicentro de un leve terremoto. Y mi mirada se hidrató con la vistosa miel de tus labios.

Nos fundimos en un abrazo tan cálido como cien tizones de carbón; fijamos nuestros ojos con la complicidad propia de dos jóvenes que viven en discordia y armonía con sus sueños, deseos, frustraciones, silencios y sombras.

Por tácito acuerdo, decidimos no entrar al café donde nos habíamos citado. La calurosa bienvenida que nos dimos agitó nuestras ganas y al caminar unos metros, te robé un beso que dio la bienvenida a la intimidad y un portazo al miedo.


Decidimos irnos del lugar y tomar un taxi que nos llevara con rumbo a aquel refugio de arquitectura republicana, paredes amarillas y garaje secreto, ubicado en el centro de la ciudad; reservado para esos amantes que le gambetean a la rutina y se sumergen en la sensualidad de Eros y Venus.

El trayecto se hizo tan largo como un día lleno de ansiedad. Aunque en el taxi, nos comíamos los labios como si fuesen manzanas acarameladas.

Llegamos al destino y el silencio era la dictadura perfecta del lugar. Cualquier ruido podía ser un acto de insurrección contra aquella tiranía.  

Dentro de la habitación, desnudamos los corazones. Al suelo cayeron el temor a lo desconocido, las frustradas invitaciones, la intriga mutua y por último, los calzones.

Beso a beso, me di cuenta cuán suave es el suspiro de tus labios entreabiertos. Tus mejillas se pusieron coloradas y cada vez que gemías, me recordaban el color que tiene el alba cuando en el mar se refleja.

El coito desenfrenado, tus rasguños felinos en mi pecho, la humedad de mi lengua lamiendo tus pezones cafés y tus jineteadas endemoniadas encima de mí, me hicieron sentir que me encontraba el paraíso porque entre tus piernas halle el túnel hacia el Edén.

Mi mente, en recuerdo del infinito eterno de las cosas, guardó como un ensueño la brillante luz de tus miradas profundas durante la felación.

Flor de loto como pose prolongada, agarres salvajes a nuestras cabelleras y mordidas de Drácula en el cuello, fueron las huellas que dejó aquel morboso encuentro íntimo con mi gestado sueño de abril: tú.

Orgasmos, gemidos y las caricias post coital, fueron las simbiosis perfecta para darle fin al agitado choque de dos cuerpos que ardieron bajo las brasas de la pasión.

Conversación larga y tendida en la cama. Reflexiones sobre la vida en medio de la desnudez mientras miramos hacia el techo. Últimos actos pasionales en la ducha. Y a vestirnos. Más besos y caricias antes de abandonar el aposento transitorio, como si estuviésemos comiendo las últimas cucharadas de un helado de brownie con fresa.


Nos despedimos con una satisfacción que se dibujó en tu sonrisa y se esculpió en un fuerte abrazo. Beso en la mejilla y caricias en las manos. Te dejé en aquella estación del tren y desde ese día, no he vuelto hallar tus ojos almendrados entre el millón de personas que viven y tienen una historia que contar en esta gran ciudad.


Entre las sombras de la vida mía se levanta luz de un nuevo día que se forja en el recuerdo que tengo de tu mirada con esos negros y el aliento de tu carnosa boca.

 Asómate a mi alma en momentos de calma y tu imagen verás sueño divino; como si nadaras libre en un lago cristalino.

Aunque el silencio que guardó largos ratos pueda dibujarte una indiferencia; lo cierto es que siempre está pintando fantasías contigo en los más sublimes óleos.

Podrá nublarse el sol eternamente; podrá secarse el mar; podrá romperse el eje de la tierra como un delicado cristal; pero jamás podrá borrarse lo que contigo viví.

… Y que deseo repetir.  

La última lágrima




Al lugar donde van los últimos suspiros, lágrimas y buenos deseos para un ser querido; lo adornaba un sitio que fungía como una banda sonora que - sin importar si el muerto fue en vida un excelso samaritano o un reverendo hijo de las mil putas – amenizaba los sepelios todos los fines de semana.

Sí, esa que reprodujo canciones a todo volumen para despedir a los difuntos que iban a dormir el sueño de los justos. Desde las más  tradicionales que se mantienen vigentes como artesanías bien talladas hasta las modernas que gozan de una impecable producción pero carecen de alma artística; sonaban en los bafles negros de madera de aquel estadero que gozaba con la muerte.

Por estos primeros días de noviembre, recordé ese sitio. Me placía de estudiar en un colegio cercano al Cementerio Central de la ciudad. Lúgubre e histórico. Un camposanto de arquitectura gótica, paredes blancas, cruces magnas que parecían gárgolas y muchas puertas tan grandes como la imaginación de un conspirador.

Tenía un simpático nombre: 'La Última Lágrima'.

Estaba situado diagonal del cementerio. Tenía una terraza tropical: paredes coloridas con publicidad de una aclamada cerveza surgida en la ciudad muchos años atrás, mesas de madera, un horno artesanal hecho con ladrillos rojos donde asaban pollos y carnes, dos árboles de guayacán en cada extremo que brindaban una digna sombra y sillas de plástico que no resistían al impacto de la menor trifulca.

Al frente, había un balurdo paradero de buses donde me dirigí durante un lustro de mi vida. De las tantas anécdotas que ese lugar me regaló,  sin duda alguna, 'La Última Lágrima' me obsequió sus mejores capítulos.


Antes de entrar al campo santo, ocurrían las escenas más pintorescas que a esa edad vi, que luego normalicé como el crimen en los titulares de prensa.

Me recordaba a la libreta de los muertos en El Don de la Vida de Fernando Vallejo.

-       - ¿Y qué le dejó a usted la que dice que lo parió?
-       -  Su recuerdo envenenado
-   - No, no piense así. Muerto que anote en su libreta, se vuelve aséptico. Sin amores ni rencores, un simple muerto.

Al hueco y a la nada, vamos todos. ¿Por qué no acompañarlo con música si cualquier sonido lo escuchamos desde que somos infantes con el arrullo de los papás hasta cuando suena el último pitido del monitor holter que detecta nuestro decadente ritmo cardíaco?

Al principio, me parecía convulso y asqueroso ese acto de reproducir, dedicarle y cantarle a todo pulmón canciones a alguien, que tiene extinto los sentidos y está metido en un cajón de madera vinotinto. A alguien que no sabe porque vino a vivir la vida pero supo que hizo de ella cuando pestañeó por última vez.  

Pero, con el paso de tortuga de Cronos, comprendí que la muerte tiene esa belleza. De recordar al difunto cuando bailaba como trompo los pegadizos ritmos afroantillanos, tarareaba las baladas románticas con las que enamoraba, se satanizaba con el rock n’ roll y bebía a lo bohemio con los vallenatos de juglares del Magdalena Grande.

Hallé poesía en cantar con lágrimas de cocodrilos La Cuna Blanca de Ralphy Leavitt. Hallé hermosura en quienes tarareaban Sueños y Vivencias de Diomedes Díaz. Encontré gracia cuando estremecían el cajón cantando El día de mi suerte de Héctor Lavoe. Capturé cada escena donde los asistentes al sepelio le echaban el aguardiente al difunto como agua bendita mientras sonaba Nadie es Eterno de Darío Gómez.

También, entendí que acompañar y despedir a un ser “querido” se hace más por cargo de conciencia que por gratitud. Pesa más la conciencia del haber actuado mal frente a esa persona que un elefante viejo.

"No se puede vivir con tanto veneno
No se puede dedicar el alma
A acumular intentos
Pesa más la rabia que el cemento"

En 'La Última Lágrima' todo muerto tuvo su despedida. Todo sepelio tuvo su momento caricaturesco y doloroso. Toda viuda tuvo su redención. Todo familiar obtuvo su perdón y ofreció disculpas. Todo vecino chismoseó y comentó lo que fue el difunto. Todo entierro, tuvo las canciones acordes a su naturaleza.

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No sé si ese estadero aún exista. No sé si ocurrirán las mismas situaciones pintorescas. No sé si tendrán un repertorio musical más amplio a la hora de amenizar entierros. Pero lo que sí es cierto, es que seguirá abierto al público de mis recuerdos para siempre. 

Gracias a ese estadero, descubrí en mi pubertad y adolescencia, que mucha gente vale más muerta que viva. 

Que los entierros de la gente pobre tienen tanta comedia y nostalgia, que los pudientes quizás deseen o desprecien desde su olimpo financiero. 

Que en los sepelios, el delincuente y acabarropa goza del mismo aprecio que el idealista y filántropo. 

Que la muerte nos hace recibir las mismas dádivas miserables de cariño y amor de la gente. 

Sin importar, un sepelio será el ritual más solemne aun con la fingida alegría que lo arrope.

Porque a la larga todos los muertos son buenos… buenos, algunos.

En este barrio no hay árboles viejos




El sol se despidió presuroso y la luna se asomaba tímidamente cuando Pedro Juan Martínez Peñaranda, a sus 99 años, fue despedido por sus familiares y amigos más cercanos en el cementerio municipal, quienes cantando Yo Quiero Morir Cantando de Johnny Pacheco y Héctor Casanova -que sonaba a través de los parlantes de un picó rodante-, no lloraron sobre el féretro pero sí sus rostros dibujaban la tristeza por la partida del ser querido, a pocos meses de la llegada al siglo de su nacimiento.

A Pedro Juan, lo conocí como un abuelo bonachón con sus nietos curiosos, cascarrabia con sus hijos disfuncionales y bacán con los vecinos de su cuadra que lo conocían a él desde hace muchas décadas.

Veterano de la Guerra de Corea; pensionado del extinto puerto de la ciudad; fanático del cantante puertorriqueño Daniel Santos; piropeador con las mujeres de la vecindad aunque éstas ni siquiera el saludo le daban; y bebedor honoris causa cada sábado acompañado de una botella de ron de anís, la que compartía en su trasegar con amigos contemporáneos relatando anécdotas de todo tipo, desde picantes vivencias hasta fracasos personales.

Sus últimos días fueron dignos y tranquilos; los achaques de la edad hicieron lo suyo paulatinamente y le programaron una visita esperada con la muerte a quien recibió vestido de guayabera con reloj Quartz en su pulso derecho, sentado en una mecedora de mimbre bajo la sombra de un palo de guayaba tras almorzar su plato favorito: sopa de menudencia con arroz blanco, cilantro picado y limón mandarina.


Como él, son varios los abuelos que se mudaron al barrio del descanso eterno y abandonaron su residencia en la localidad de los mortales, donde vivo yo. Lugar donde la niñez germina, la juventud aflora  y los adultos afrontan la responsabilidad de forjar un mejor porvenir en medio de la incertidumbre.

En mi barrio, esos cigüeñales de antaño como Pedro Juan coparon lo más alto, dejaron caer sus frutos y brindaron sombras - virtuosas y erradas - cuando más se necesitaron. A la eternidad, se llevan muchos elementos: memoria, vivencias y sabiduría. Tres pilares para tener presente de dónde somos y para dónde vamos.  

A esta edad, he concluido que la vida y la muerte más que enemigas declaradas, son amigas íntimas que se pelean a las almas como un especulador financiero a sus potenciales clientes.


A modo de tristeza, respirando aires de melancolía y un tufo de nostalgia mezclada con resignación, puedo decir: en este barrio no hay árboles viejos.

Adiós a las partes



Este portazo no maquilla un hasta luego, se va para no volver la que fue el acceso a mi morada , construida a principios del siglo pasado y que le permitió el ingreso a distinguidos invitados, desde vagabundos sedientos hasta generosos comerciantes de la provincia. 

Basta con prolongar la agonía de una hoja de madera teca olivo que resistió a la jauría de la humedad, a las lluvias voraces del trópico y al abandono de sus distintos herederos.
Ni el círculo cromático de Goethe podrá darle el brillo, luz, contraste y textura que tuvo durante sus años maravillosos.

Preocupa el futuro de sus partes y aún más, cuando en estos tiempos lo sintético absorbe a lo natural sin darnos cuenta.


Su picaporte dorado traído de Galicia que tenía el imán para atraer la prosperidad a un hogar y luego se oxidó, dejó de girar desde aquella vez que el último retoño abandonó el hogar.

La cerradura va a tener un descanso eterno en el cementerio de la chatarra; si tiene mejor suerte, seguirá viva en el rincón de la estantería de un herrero noctámbulo que busca iluminar su creatividad bajo la luz de la Luna.

Los largueros y el dintel que formaron un pórtico, y sirvieron como sitio seguro a las personas que se resguardaban cuando ocurrían temblores, seguirán fungiendo como protectores en otro lugar. Quizás reforzarán el techo de una vivienda en construcción a cargo de un albañil austero.


El reloj se detuvo para ella desde hace mucho tiempo y su inevitable destino sería el cuarto de San Alejo. Sin embargo, decidimos que era preferible verla separada de sus partes para que sufriera una transformación digna, y no una muerte a manos de esa plaga infernal llamada comején.

Hasta siempre, puerta.

Y la bola rodó

En su lecho de muerte y bajo una fuerte tempestad, mientras recibía los santos oleos de un sacerdote florentino quien tuvo la misión de despedirlo cristianamente del mundo, Julio César Aldana recordaría una vez más, las atrocidades cometidas por su ascendencia familiar en la península de Yucatán y tiempo después, de sus súbditos mayorales contra los indígenas en el Pulmón del Mundo durante la fiebre del caucho.

Descendiente de un taimado talabartero de Castilla quien llegaría a Las Indias junto a Hernán Cortés y luego copularía ferozmente a una mujer de origen inca; Aldana heredaría desde los rasgos caucásicos hasta la violencia en nombre Dios que le serviría durante la sangrienta conquista para usurpar la tierra y tesoros no propios. Muchos años después; el rastro de eugenesia y espíritu bribón, seguirían su curso como río que busca su desembocadura en el mar.


Una tarde, mientras se echaba una siesta forzosa bajo la sombra de un árbol de guamo, tras un arduo combate con tribus insurrectas que habitaban en inmediaciones al Río Putumayo quienes le dejarían el temor a una rebelión de escala mayor, el descendiente de José María de la Purísima Trinidad de Borbón y Aldana, comenzaría a delirar con fornidos hombres aztecas y mayas quienes jugaban pateando su cabeza moribunda en un paradisíaco rincón de Centroamérica durante una celebración en honor al Sol. Soñando así, un viaje al pasado que antes le habían contado a medias y ahora el subconsciente le recordaría.

Aldana, creía sentir los fuertes golpes de esos pies pardos con bordes libres largos de grotescas uñas y el contacto de rodillas callosas que parecían el endocarpio de un coco. Mientras su cabeza rodaba a millas por hora en el suelo fértil para el cultivo del tabaco y caña, que estaba manchado de sangre en honor a los vencedores; él vería a las otras cabezas moribundas de todos sus antepasados marcadas con franjas rojas, quienes siglos antes llegaron en el desembarco de los europeos y más tarde se establecerían como aliados del poder durante la etapa colonial acompañando a corruptos virreinatos, para luego combatir fallidamente a las escaramuzas independistas de comuneros a lo largo de la Patria Grande.


Piezas de pelota. Foto: Historia Universal

Después de un rato de ir de timbo al tambo, los fornidos hombres dejaron de patear su cabeza y se irían del sitio. Tan mala e inoportuna coincidencia, la testa de Aldana quedaría mirando fijamente y sin poder alguno de moverse, la pictografía que simbolizaba la maldición que cargarían los descendientes de aquellos que durante centurias se dedicaron a sembrar terror y saquear riquezas ajenas con destino a las arcas de los Reyes Católicos de Castilla y Aragón.

Aldana despertaría estrepitosamente  y tras esa dura pesadilla, el hampón explotador del caucho estaba sudando frío y balbuceando palabras en latín, luego de sumergirse en esa ciénaga mental sin pescar razón ni lógica alguna.  Después de este suceso, se pondría su perversa psique al revés y ningún demiurgo volvería a ordenar.


La truculenta aventura onírica, le dejó un cuerpo pálido mirando hacia un cielo que despedía el día y abrazaba la noche. Sus ojos de color esmeraldas paramunas; su rostro de pómulos muy marcados; y una despeinada cabellera rubia parecida a las crines de una potranca de paso fino, estaban quemados tras el inclemente sol que se posó sobre él aquella tarde. Más tarde, fue hallado por trabajadores leales de su hacienda, quienes se lo llevaron para quitarle la casaca color turquí, que estaba sucia por la maleza del lugar y encontrando: heridas provocadas por los dardos de flechas perfumadas con un veneno originario de la Amazonía, lo cual daría pie a una agonía infernal, que más tarde, lo postraría en un aposento hasta el fin de sus días. 

En honor a Hans Christian Andersen

Finalizando la década de los noventa cuando asomaban tímidamente el apocalíptico Y2K y el correo electrónico como mensajero sin rostro, yo comenzaba a despertar el uso de la imaginación gracias a un autor que me hizo asomar a la ventana del mundo a través de sus cuentos: el danés Hans Christian Andersen (n.1805 – f. 1875).

René Descartes decía que leer un libro es como conversar con las mentes más brillantes del pasado, por tal razón es menester recalcar el papel importante que tuvo Andersen en la literatura universal, quien a través de sus fábulas y cuentos folclóricos buscó la reflexión y el pensamiento crítico más allá de insulsas moralejas.

El mencionado escritor nórdico dejó como legado a la humanidad cuentos insignes como El Soldadito de Plomo, La Sirenita, El Traje del Nuevo Emperador, El Patito Feo, El Ruiseñor y entre otros; los cuales hicieron de él una pluma inmortal que supo aplicar metáforas con vigencia sempiterna para niños y jóvenes.

En efecto, quiero destacar la importancia del primer título señalado porque es, sin duda, uno de las obras que ha trascendido después de haber sido publicada hace dos siglos.



Cuando vi el videoclip de la canción Instant Crush de Daft Punk con Julián Casablancas lanzado en el año 2013 del álbum Get Lucky, entró un aire de nostalgia a mi mente. Era nuevamente vivir un espiral de olores, sabores y oralidad. Es rememorar las tardes eternas, el sabor de una galleta punto rojo, el olor de la avena caliente y la dicción fina de palabras de mi mamá a la hora de narrar el cuento que estaba plasmado en un libro de pasta colorida y agradable aroma de tinta, que endulzaron e hicieron inolvidables los ratos de una gran parte de mi niñez. Fue inminente la llegada de una retrospectiva sobre ese relato donde el juguete que personifica un soldado amputado se enamora de una bailarina pero vive una odisea al ser arrojado por la ventana de la casa de sus dueños donde comienza a recorrer toda una ciudad montado en un barquito de papel atravesando todo tipo de situaciones para regresar a casa otra vez y luego tristemente incinerado junto a ella bajo el fuego de la chimenea dejando como rastro un corazón de plomo y una lentejuela.
Es rememorar las tardes eternas, el sabor de una galleta punto rojo, el olor de la avena caliente y la dicción fina de palabras de mi mamá a la hora de narrar el cuento que estaba plasmado en un libro de pasta colorida y agradable aroma de tinta, que endulzaron e hicieron inolvidables los ratos de una gran parte de mi niñez. 
Dicho cuento autóctono de la cultura danesa ha tenido sus referencias en la cultura moderna, explotado por las grandes corporaciones mediáticas como Disney a tal punto de ser un ícono de las trágicas historias de amor contemporáneas. También ha sido inspiración para conciertos de ópera, ballet, cine (Fantasía 2000) y hasta obras de teatro alrededor del mundo. Asimismo, sus cuentos han sido objeto de numerosos análisis y ensayos literarios por parte de críticos académicos.



Estatua de Hans Christian Andersen en Nueva York (EE.UU). Foto: El Diario
Según Socorro Venegas citada por Sonia Ávila en el portal Excelsior, “los relatos de Andersen se identifican por un lenguaje “inteligente” que rechazan un lector “tonto”; se caracterizan por tomar como referencia tradiciones populares y narraciones mitológicas, que si bien contienen una moraleja, su objetivo a priori no es educar, sino reflexionar sobre la condición humana” (2015).

Por otro lado, el crítico de arte del Financial Times, Jackie Wullschlager (2001), quien escribió una biografía destinada a revelar los nexos entre las fábulas de Andersen y su pobre vida, señala que era bisexual, grotesco físicamente y afeminado en sus ademanes. No obstante, asegura que el danés dio un giro el género de los cuentos para niños dándole un toque de anarquía, dolor y humor para manifestar emociones punzantes de amores frustrados con gran calidad artística.
Los relatos de Andersen se identifican por un lenguaje “inteligente” que rechazan un lector <<tonto>>
Estatua de Hans Christian Andersen en Copenhague (Dinamarca). Foto: El Diario
Grosso modo, Hans Christian Andersen es el escritor de literatura infantil eternamente a leer si se va a incentivar la lectura como vehículo transgresor de la lógica y aguja para coser nuevas inspiraciones para la ficción. Es un autor que seguirá perdurable por el resto de nuestros días y sus obras seguirán siendo chivo expiatorio para nuevos hallazgos académicos.

El legendario autor cuenta con una gran reputación en su tierra natal, al punto de tener estatuas en el cementerio donde fue enterrado en Copenhague (Dinamarca) y otra en un parque en Nueva York (EE.UU). Así como el premio que lleva su nombre para exaltar a los escritores más destacados de literatura infantil. Este palmarés ha sido conseguido por escritoras como la británica J.K. Rowling y la chilena Isabel Allende. Por tal razón, el 2 de abril de cada año se celebra en el mundo el Día Internacional del Libro Infantil en honor a su natalicio y su destacada carrera literaria.

Bien decía el danés: “La historia de mi vida será el mejor comentario de mi obra”. 

Gracias por tanto, Hans.


REFERENCIAS

Revista Arcadia. Isabel Allende recibe el premio Hans Christian Andersen de literatura. Junio, 2011. https://www.revistaarcadia.com/libros/articulo/isabel-allende-recibe-premio-hans-christian-andersen-literatura/25510

Revista Nexos. Hans Christian Andersen: Una vida para adultos. Julio, 2001. https://www.nexos.com.mx/?p=10033

El Excelsior. Agosto, 2015. Hans Christian Andersen y el respeto al lector infantil. http://www.excelsior.com.mx/expresiones/2015/08/04/1038296

A Dos Décadas de Ella: (parte III)


Al lugar donde ingresamos había un silencio que era parte del paisaje y sólo los saludos de cortesía a los camareros y algunos leves gemidos, resumían todo el ruido que se podía escuchar al caminar por los pasillos. Dentro del sitio había una taberna fría con luces tenues; música a bajo volumen y contadas parejas sentadas en sillones amoblados nos rodeaban. Esto nos servía de preámbulo para lo que iba a acontecer. Pedimos dos cervezas al barman; brebaje que humedeció nuestros paladares y detonó la bomba de ser poco pueriles a la hora que llegó la euforia sublime, haciendo que la palabra pecado quedara corta para retratar las bajas pasiones entre un mancebo y una gentil madura.

Poca charla y más caricias. Aumento de miradas y desaparición de la cordura. Invierno de besos y sequía de palabras. Sentí su sexo rozar con mi bragueta que convulsionaba de deseo al ver como sus pezones erupcionaban como volcanes, revelando el éxtasis de su cuerpo vibrante con mi tacto. In crescendo de la adrenalina al escuchar el susurro de sus palabras y suspirar por el olor de su fragancia vainilla que perfumaba a mi alma aventurera.

Sonaba de fondo una canción de salsa que sólo ella y yo recordaremos como reserva del sumario a lo acontecido, la cual iba al compás de nuestras miradas y movimientos táctiles que se exploraban hacia las periferias húmedas de nuestros cuerpos.

¿Qué se siente salir con una mujer que tiene varios años encima?
- Para mí, es como viajar en el tiempo y encontrar un amor que no encontrarás cuando llegues a esa edad…
- ¡Embustero!
- ¿Por qué?
- Eres muy joven para hacer semejante aseveración y menos si metes esa parla de dizque viajar en el tiempo… ¡Oigan a éste! Como te digo, ¿¡Marty McFly!?
- En el sexo, el amor y la guerra, a veces son necesarias las ficciones para llegar a una realidad

No sé en qué momento subimos escaleras y entramos a la habitación, creo que mi espíritu iba por un lado y el cuerpo, por otro. Ella caminaba sobre mi deseo y yo flotaba sobre su libido. 



La habitación nos brindaba una cama grande, con sábanas blancas de estampados sobrios; paredes de estilo veneciano y esculturas desnudas emulando al escultor Miguel Ángel Buonarroti; contaba con tres espejos gigantes en cada extremo (dos laterales y uno cenital) como si cada uno fuese el Gran Hermano que observa nuestro modus operandi y ardua insurrección carnal.

En el sexo, el amor y la guerra, a veces son necesarias las ficciones para llegar a una realidad

Cada prenda que caía al suelo desnudaba desde el más puro de los deseos hasta el más oscuro de los pensamientos. Me deleitaba viendo su torso desnudo de Afrodita en el espejo; mientras ella acariciaba mi falo de manera asombrosa y apresurada, ¡cual afano apetitoso de su paladar sexual! Contemplaba su coxis y pechos erguidos resistentes a la edad, detonante de una euforia jamás sentida y vibrante de mi propia juventud. El cuello se besaba intensamente  despertando remotamente el instinto de Drácula; con las manos palpando sus pezones más cafés que el Quindío y preciosos que se hayan visto. La sordidez nos arropó en un abrir y cerrar de ojos quitándonos las pieles de mortales para disfrazarnos de diablos en celo.

Me deleitaba viendo su torso desnudo de Afrodita en el espejo; mientras ella acariciaba mi falo de manera asombrosa y apresurada, ¡cual afano apetitoso de su paladar sexual!

En el aposento donde los genitales friccionan y los cuerpos se calientan como mineros en brasas; la respiración se hizo corta con rasguños propios de la excitación y las mordidas piadosas propias del oficio, fueron agitando el ritmo que hacía temblar el catre a escalas inimaginables de Richter.

Acordamos tácitamente que la buena reputación era conveniente dejarla caer a los pies de la cama, ya que después de tanto tiempo, pudimos tener la ocasión de demostrar que antes de conocernos, éramos amantes clandestinos más allá de tener identidades desconocidas en el mundo virtual que nos cobijó.




El reloj no se detuvo y andamos a la par de su ritmo circadiano; al cabo rato, un gemido plausible hizo eco en la habitación y la erupción de mi falo tras el ajetreo de la flor de loto, ocasionaron un suspiro donde se nos fue la calentura de dos cuerpos como un espíritu que sale del alma de un individuo. Abrazados y rendidos en las sábanas húmedas por el sudor ante el dios Eros, la gentil dama y el aventurero mancebo olvidaron que hace un par de horas eran dos ciegos morales jugando a sacudirse de su rutina en busca del placer que produce la adrenalina y lo inexplorado. Ella, una mujer madura quien experimentaba anhedonia recordó al deseo y sexo como parte de su esencia femenina que la hacía brillar con luz propia tiempo atrás; él, empezando los duros caminos de la vida que tiene la adultez con experiencias que guardará en el cofre donde no yace el olvido.

pacta sunt servanda

Nota: Cuadro 1. Les Amants III de René Magritte; Cuadro 2. The False Mirror de René Magritte; Cuadro 3. La Persistencia de la Memoria de Salvador Dalí.