Bemol sangriento

 


Cuando la aguja del tocadiscos saltó bruscamente y partió por la mitad el long play lado B de Quién Será – Nelson Pinedo con La Sonora Matancera que llevaba horas reproduciéndose sin interrupción alguna; se presagiaba que la canción de la muerte comenzaba a sonar en casa de Los Bockelman.

La muerte: esa frazada a la que nadie quiere arroparse pero que a todos nos cobija tarde que temprano; sería el punto final a la sumatoria de tragedias que venía afrontando aquel seno familiar ascendiente de guyaneses, quienes habían llegado la ciudad a principios del siglo XX en busca de mejores aires.

 

¹ Ya no hay amor, no hay amistad
Así dicen las mujeres y es verdad

Ya no hay padres para hijos
Ya no hay hijos para padres

El hombre es un animal que no quiere a nadie
Así dicen las mujeres y es verdad

A Roger Bockelman, un carguero que laboraba en el puerto local, le fascinó ver esos aparatejos gigantes cuando su trabajo le dio la oportunidad de conocer Kingstown y recorrer por tres días aquella ciudad portuaria; donde vio a la negramenta colorida, bulliciosa y rumbera que se deleitaba con canciones de rocksteady, dub y reggae al aire libre todos los fines de semana en las barriadas de la capital jamaiquina.

Para el carguero Roger aquel descubrimiento le abría una puerta a otra dimensión.

No volvería a ser ese hombre de familia, tímido y parco que creció al otro lado de la gran urbe, donde la fragancia dionisíaca de las putas perfumaba el paisaje y el licor de contrabando fungía como elixir para soportar la desidia y desesperanza que a veces trae nacer en un barrio olvidado. Pese a su personalidad, sabía que si replicaba aquella sería todo un hit en su ciudad natal.

La música fue su vida. Creció escuchando el poder rítmico de las Antillas. En su casa, se despertaban escuchando en el viejo radio marca RCA las canciones de El Trío Matamoros y se acostaban a dormir escuchando a un irreverente de la época como Daniel Santos.

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Su frustración fue no haber sido músico pese a que le regalaron una guitarra cuando niño, la cual nunca aprendió a tocar por más empeño que le pusiera. Al joven Bockelman de 18 años le iba de maravilla coleccionando acetatos que conseguía a precio de contrabando en el mercado negro de la música, que establecieron clandestinamente los marineros que traían los LP desde Puerto Príncipe, La Habana y Nueva York.

También leía las novedades musicales en la prensa y coleccionaba recortes de figuras de talla internacional como: The Beatles, Jimmi Hendrix, Alton Ellis, Aretha Franklin, Les Shleu Shleu, Tito Rodríguez y Cortijo.  

Aunque vivía con lo justo y trabajaba como auxiliar de panadería medio tiempo después del colegio, a Roger le quedaba dinero para esos caprichos de adolescente que escucha la melodía para buscar un escape ante la existencia.

Esta no fue ajena ni cuando conoció a su esposa Olga en un baile de salón improvisado en el barrio San Pedro. Cosita Linda de Pacho Galán fue la banda sonora que los acompañó cuando decidieron bailar e intercambiar recados mutuos sin indiferencia alguna y complicidad mutua. De allí surgiría una relación que cosechó dos hijos y tuvo más altibajos que episodios felices.

Concluida su vista a Kingstown, regresaría a la ciudad tras la odisea que tuvo en ese viaje marítimo que duró más de 15 días.

Fue a las tiendas electrónicas ubicadas en el centro. Cotizó tubos catódicos, cajas de triple, parlantes, cables 2x1, mini ventiladores y dos tocadiscos. Los costos eran altos. Ni siquiera el ahorro de doce salarios alcanzaban para esas adquisiciones.

Su sueño parecía sufrir un golpe fulminante y con pocas opciones de levantarse. Nocaut y a la lona con rastros de sangre que deleitaban a un público alegre por su fracaso que sólo existía en su mente.

Sin embargo, dicen que “la plata está hecha sólo hay que buscarla”. Se oye fácil, pero en el mundo real toca explotar el ingenio al máximo (algo no imposible) y contar con una pizca de suerte; para que ningún ente aduanero te acose ni te persiga como delincuente prófugo.

Era el ocaso de los revolucionarios años 60 y el alba de los intrépidos años 70. Vietnam es una tragedia anunciada en la sociedad estadounidense.

Jóvenes soldados gringos regresaban con una mano adelante y otra atrás a la espantosa realidad de sus ciudades. Una oveja negra llamada Cuba merodeaba en Occidente. Dictaduras en América Latina diseñadas por un ave arquitecta. Se acentúa la evolución sexual; The Beatles se separan; génesis del hard rock en Birmingham gracias a Black Sabbath; y el auge de los ritmos latinos en pleno corazón de Manhattan ¿qué podía salir mal?

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Aquel pastel convulsionado sólo necesitaba una cereza: droga.

Ningún puerto fue ajeno al negocio de traficar aquella ‘cereza’ llamada marihuana. La coletera ‘vieja guardia’ le llamaba Mary Jane. El término ‘narcotráfico’ aún no estaba acuñado; y la naciente “industria” comenzaría a beneficiar a los menos favorecidos.

El dólar perfumaba el sector portuario como el jazmín por las noches.

Gracias a una mínima inversión, fabricación clandestina sin ningún asedio de autoridades y los contactos en otros puertos para su distribución; la marihuana haría surgir nuevos ricos, absorbería a viejas élites y deformaría los valores de una sociedad provinciana que desde años atrás ya estaba entrando a la decadencia.

Dos meses después, se originó una huelga en el puerto que precipitaría una crisis económica sin precedentes. Los obreros pedían mejoras salariales y reducir las horas de trabajo.

Hubo muchos despidos y drástica reducción de salarios a los pocos trabajadores que no perdieron su trabajo. El carguero Bockelman sintió el coletazo de este último. Tuvo mejor suerte a pesar de todo.

Pasaron los días y a Roger, en su rol de trabajador portuario, le ofrecieron un “corto trabajo” que podía ser breve pero riesgoso. Éste podía cambiarle la vida en un parpadeo.

Unos curiosos “hombres de negocios” le propusieron exportar un cargamento de marihuana a Estados Unidos; lo cual era sencillo y viable para ese entonces, pero la moral sólida era su mayor obstáculo. Temía a la mano invisible de Dios y el sacrificar “su buen nombre” por una onerosa suma de dinero sería una apuesta demasiado arriesgada.

Érase una noche cuando Bockelman se despertó repentinamente aturdido por un suceso onírico. Tuvo una pesadilla terrible. Su mujer Olga dormía profundamente y no se percató del tormento que afrontaba su marido. Fue a la nevera, bebió un vaso con agua y sentado en una silla de la mesa de la cocina suspiró profundo lamentando que su pesadilla no era tan lejana a su realidad.

¿Por qué dormir se les estaba convirtiendo en una tortura cada noche?

Caminó por los pasillos de la casa. Se asomó al cuarto de sus hijos Pierre y Marvin para verlos dormir. Perdía su mirada en ellos, el tic tac del reloj taladraba sus oídos y una angustia incesante le ahogaba como si estuviera naufragando en alta mar.

¿Pero qué había soñado Roger Bockelman?

En su episodio onírico: se le aparecieron dos caballos de paso fino en una finca familiar donde pasaba sus vacaciones cuando niño y que quedaba en aquella sabana perfumada con frutos de guayaba agria e iluminada por el astro rey.

Uno de los caballos era color escarlata y el otro color blanco. Él se acercó a los dos equinos para acariciarlos y regarles un bulto de paja a cada uno para comer. Los animales asintieron a las caricias y comerían el alimento.

Luego que cada uno se devorara los bultos de paja, los caballos sufrirían una perturbadora metamorfosis; los ojos comenzaron a flamear como mil incendios frente a un ocaso y relinchaban fervorosamente con sus largas e hirsutas crines levantadas hasta la espalda como si estuviesen poseídos por un demonio en celo.

Los animales mostraron sus encías y se encimarían a atacar salvajemente a Roger. Él intentó defenderse con un machete que cargaba en su vaina, pero fue en vano; los equinos se fueron lanza en ristre arrastrándolo por los sabanales de la región hasta matarlo y teñir con su sangre el río donde más tarde su cadáver quedaría en la ribera como un banquete provocativo para los gallinazos dorados que se asomaban a lo lejos.

¿Premonición o una simple pesadilla que debía pasarse por inadvertida?

El asunto se tornaba color de hormiga: a Roger Bockelman la tentación por el dinero fácil lo estaba seduciendo cada día más.

Se iría a dormir nuevamente porque a la mañana siguiente debía estar a primera hora en el puerto.

Pasarían más noches tormentosas para que Roger por fin tomara al toro por los cachos.

Bockelman ya era esclavo de su vanidad y a lo largo de la historia se ha demostrado que los hombres llevados por las malas pasiones, terminan por caer en el peor de los abismos. Todo aquel que llama felicidad al ocio inútil busca un buen defensor para una mala causa.

– ¿Qué más da? – resignado – la malparida huelga no acaba, mi sueldo prácticamente se ha esfumado y los ahorros no me van a durar por mucho tiempo.

Un choque moral que vivía Roger que estaba por torcer hacia el lado menos esperado en búsqueda del placer. Lo que nos recuerda a Séneca con esa frase: “la vida es breve, largo el arte”.

– La moral no me va a llevar el plato a la mesa y si mañana me muero, no habré cumplido ningún regocijo que merezco como hombre probo y comprometido trabajador.  

El ocio: ese pecaminoso hábito que odian los totalitarios que te planifican cuánto tiempo sirves y ensalzan los hippies con un distópico mundo ideal, es tan necesario como comer y cagar.

 

¹ Toma jabón pa’que laves. Compositor: Pedro Flórez.