La última lágrima




Al lugar donde van los últimos suspiros, lágrimas y buenos deseos para un ser querido; lo adornaba un sitio que fungía como una banda sonora que - sin importar si el muerto fue en vida un excelso samaritano o un reverendo hijo de las mil putas – amenizaba los sepelios todos los fines de semana.

Sí, esa que reprodujo canciones a todo volumen para despedir a los difuntos que iban a dormir el sueño de los justos. Desde las más  tradicionales que se mantienen vigentes como artesanías bien talladas hasta las modernas que gozan de una impecable producción pero carecen de alma artística; sonaban en los bafles negros de madera de aquel estadero que gozaba con la muerte.

Por estos primeros días de noviembre, recordé ese sitio. Me placía de estudiar en un colegio cercano al Cementerio Central de la ciudad. Lúgubre e histórico. Un camposanto de arquitectura gótica, paredes blancas, cruces magnas que parecían gárgolas y muchas puertas tan grandes como la imaginación de un conspirador.

Tenía un simpático nombre: 'La Última Lágrima'.

Estaba situado diagonal del cementerio. Tenía una terraza tropical: paredes coloridas con publicidad de una aclamada cerveza surgida en la ciudad muchos años atrás, mesas de madera, un horno artesanal hecho con ladrillos rojos donde asaban pollos y carnes, dos árboles de guayacán en cada extremo que brindaban una digna sombra y sillas de plástico que no resistían al impacto de la menor trifulca.

Al frente, había un balurdo paradero de buses donde me dirigí durante un lustro de mi vida. De las tantas anécdotas que ese lugar me regaló,  sin duda alguna, 'La Última Lágrima' me obsequió sus mejores capítulos.


Antes de entrar al campo santo, ocurrían las escenas más pintorescas que a esa edad vi, que luego normalicé como el crimen en los titulares de prensa.

Me recordaba a la libreta de los muertos en El Don de la Vida de Fernando Vallejo.

-       - ¿Y qué le dejó a usted la que dice que lo parió?
-       -  Su recuerdo envenenado
-   - No, no piense así. Muerto que anote en su libreta, se vuelve aséptico. Sin amores ni rencores, un simple muerto.

Al hueco y a la nada, vamos todos. ¿Por qué no acompañarlo con música si cualquier sonido lo escuchamos desde que somos infantes con el arrullo de los papás hasta cuando suena el último pitido del monitor holter que detecta nuestro decadente ritmo cardíaco?

Al principio, me parecía convulso y asqueroso ese acto de reproducir, dedicarle y cantarle a todo pulmón canciones a alguien, que tiene extinto los sentidos y está metido en un cajón de madera vinotinto. A alguien que no sabe porque vino a vivir la vida pero supo que hizo de ella cuando pestañeó por última vez.  

Pero, con el paso de tortuga de Cronos, comprendí que la muerte tiene esa belleza. De recordar al difunto cuando bailaba como trompo los pegadizos ritmos afroantillanos, tarareaba las baladas románticas con las que enamoraba, se satanizaba con el rock n’ roll y bebía a lo bohemio con los vallenatos de juglares del Magdalena Grande.

Hallé poesía en cantar con lágrimas de cocodrilos La Cuna Blanca de Ralphy Leavitt. Hallé hermosura en quienes tarareaban Sueños y Vivencias de Diomedes Díaz. Encontré gracia cuando estremecían el cajón cantando El día de mi suerte de Héctor Lavoe. Capturé cada escena donde los asistentes al sepelio le echaban el aguardiente al difunto como agua bendita mientras sonaba Nadie es Eterno de Darío Gómez.

También, entendí que acompañar y despedir a un ser “querido” se hace más por cargo de conciencia que por gratitud. Pesa más la conciencia del haber actuado mal frente a esa persona que un elefante viejo.

"No se puede vivir con tanto veneno
No se puede dedicar el alma
A acumular intentos
Pesa más la rabia que el cemento"

En 'La Última Lágrima' todo muerto tuvo su despedida. Todo sepelio tuvo su momento caricaturesco y doloroso. Toda viuda tuvo su redención. Todo familiar obtuvo su perdón y ofreció disculpas. Todo vecino chismoseó y comentó lo que fue el difunto. Todo entierro, tuvo las canciones acordes a su naturaleza.

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No sé si ese estadero aún exista. No sé si ocurrirán las mismas situaciones pintorescas. No sé si tendrán un repertorio musical más amplio a la hora de amenizar entierros. Pero lo que sí es cierto, es que seguirá abierto al público de mis recuerdos para siempre. 

Gracias a ese estadero, descubrí en mi pubertad y adolescencia, que mucha gente vale más muerta que viva. 

Que los entierros de la gente pobre tienen tanta comedia y nostalgia, que los pudientes quizás deseen o desprecien desde su olimpo financiero. 

Que en los sepelios, el delincuente y acabarropa goza del mismo aprecio que el idealista y filántropo. 

Que la muerte nos hace recibir las mismas dádivas miserables de cariño y amor de la gente. 

Sin importar, un sepelio será el ritual más solemne aun con la fingida alegría que lo arrope.

Porque a la larga todos los muertos son buenos… buenos, algunos.