Fue aquella tarde dulce de enero una de las más ardientes y pasionales para
mí, porque esa vez logré lo que hace mucho deseaba: divisar en el horizonte tu
cuerpo de Afrodita caribeña y respirar tu precioso perfume de fémina.
Tú no lo sabes, más yo lo he soñado. Entre mis sueños carmín y prolongados
suspiros; aquella tarde se tiñó de oro en ese espacio que vivimos juntos. Mi alma
emprendió vuelo a regiones de lo infinito en aquel pasado meridiano.
Encendidos por el motor del deseo y frenados por esas cancelaciones
continuas de citas que suelen suceder cuando no se tiene a la suerte como aliada;
esperamos en la apertura del año encontrarnos en aquel centro comercial ubicado
al norte de la ciudad.
Tomé un bus con ruta hacia al lugar de la cita. Usé mis audífonos y tarareaba
mi canción preferida; naufragué mi mirada en la ventanilla para ver si
sorpresivamente hallaba tu sonrisa entre los transeúntes de una concurrida
avenida de la ciudad.
Luego, caminé unas cuadras. El astro rey adornaba aquel cielo con nubes que
parecían grandes algodones colgantes. Las brisas suaves como el canto del poeta
que en un suspiro involuntario da, decían tu nombre y me llevaban recados de lo
posiblemente nerviosa que podías sentirte por la timidez que te invadía.
Llegué y entre tanta gente que caminaba con o sin rumbo alguno, a las afuera
del café: te ví, te ví y te ví. Tuve la misma sensación de aquel abril cuando
te conocí mientras navegaba en un universo de bits y desde entonces se volvió un
sueño poder contemplarte en mi retina.
Mi estómago se encogió y no le dio paso a las mariposas inoportunas. Quedé
tan frío como un glacial. Mis manos temblaban como si fuesen el epicentro de un
leve terremoto. Y mi mirada se hidrató con la vistosa miel de tus labios.
Nos fundimos en un abrazo tan cálido como cien tizones de carbón; fijamos
nuestros ojos con la complicidad propia de dos jóvenes que viven en discordia y
armonía con sus sueños, deseos, frustraciones, silencios y sombras.
Por tácito acuerdo, decidimos no entrar al café donde nos habíamos citado.
La calurosa bienvenida que nos dimos agitó nuestras ganas y al caminar unos
metros, te robé un beso que dio la bienvenida a la intimidad y un portazo al miedo.
Decidimos irnos del lugar y tomar un taxi que nos llevara con rumbo a aquel
refugio de arquitectura republicana, paredes amarillas y garaje secreto, ubicado
en el centro de la ciudad; reservado para esos amantes que le gambetean a la
rutina y se sumergen en la sensualidad de Eros y Venus.
El trayecto se hizo tan largo como un día lleno de ansiedad. Aunque en el
taxi, nos comíamos los labios como si fuesen manzanas acarameladas.
Llegamos al destino y el silencio era la dictadura perfecta del lugar.
Cualquier ruido podía ser un acto de insurrección contra aquella tiranía.
Dentro de la habitación, desnudamos los corazones. Al suelo cayeron el
temor a lo desconocido, las frustradas invitaciones, la intriga mutua y por
último, los calzones.
Beso a beso, me di cuenta cuán suave es el suspiro de tus labios
entreabiertos. Tus mejillas se pusieron coloradas y cada vez que gemías, me
recordaban el color que tiene el alba cuando en el mar se refleja.
El coito desenfrenado, tus rasguños felinos en mi pecho, la humedad de mi
lengua lamiendo tus pezones cafés y tus jineteadas endemoniadas encima de mí, me
hicieron sentir que me encontraba el paraíso porque entre tus piernas halle el
túnel hacia el Edén.
Mi mente, en recuerdo del infinito eterno de las cosas, guardó como un
ensueño la brillante luz de tus miradas profundas durante la felación.
Flor de loto como pose prolongada, agarres salvajes a nuestras cabelleras y
mordidas de Drácula en el cuello, fueron las huellas que dejó aquel morboso encuentro
íntimo con mi gestado sueño de abril: tú.
Orgasmos, gemidos y las caricias post coital, fueron las simbiosis perfecta
para darle fin al agitado choque de dos cuerpos que ardieron bajo las brasas de
la pasión.
Conversación larga y tendida en la cama. Reflexiones sobre la vida en medio
de la desnudez mientras miramos hacia el techo. Últimos actos pasionales en la
ducha. Y a vestirnos. Más besos y caricias antes de abandonar el aposento
transitorio, como si estuviésemos comiendo las últimas cucharadas de un helado
de brownie con fresa.
Nos despedimos con una satisfacción que se dibujó en tu sonrisa y se
esculpió en un fuerte abrazo. Beso en la mejilla y caricias en las manos. Te
dejé en aquella estación del tren y desde ese día, no he vuelto hallar tus ojos
almendrados entre el millón de personas que viven y tienen una historia que
contar en esta gran ciudad.
Entre las sombras de la vida mía se
levanta luz de un nuevo día que se forja en el recuerdo que tengo de tu mirada
con esos negros y el aliento de tu carnosa boca.
Asómate
a mi alma en momentos de calma y tu imagen verás sueño divino; como si nadaras
libre en un lago cristalino.
Aunque el silencio que guardó largos ratos
pueda dibujarte una indiferencia; lo cierto es que siempre está pintando
fantasías contigo en los más sublimes óleos.
Podrá
nublarse el sol eternamente; podrá secarse el mar; podrá romperse el eje de la
tierra como un delicado cristal; pero jamás podrá borrarse lo que contigo viví.
…
Y que deseo repetir.