El sol se despidió presuroso
y la luna se asomaba tímidamente cuando Pedro Juan Martínez Peñaranda, a sus 99
años, fue despedido por sus familiares y amigos más cercanos en el cementerio
municipal, quienes cantando Yo Quiero
Morir Cantando de Johnny Pacheco y Héctor Casanova -que sonaba a través de
los parlantes de un picó rodante-, no lloraron sobre el féretro pero sí sus
rostros dibujaban la tristeza por la partida del ser querido, a pocos meses de
la llegada al siglo de su nacimiento.
A Pedro Juan, lo conocí como
un abuelo bonachón con sus nietos curiosos, cascarrabia con sus hijos
disfuncionales y bacán con los vecinos de su cuadra que lo conocían a él desde
hace muchas décadas.
Veterano de la Guerra de
Corea; pensionado del extinto puerto de la ciudad; fanático del cantante
puertorriqueño Daniel Santos; piropeador con las mujeres de la vecindad aunque
éstas ni siquiera el saludo le daban; y bebedor honoris causa cada sábado
acompañado de una botella de ron de anís, la que compartía en su trasegar con amigos
contemporáneos relatando anécdotas de todo tipo, desde picantes vivencias hasta
fracasos personales.
Sus últimos días fueron dignos
y tranquilos; los achaques de la edad hicieron lo suyo paulatinamente y le
programaron una visita esperada con la muerte a quien recibió vestido de
guayabera con reloj Quartz en su
pulso derecho, sentado en una mecedora de mimbre bajo la sombra de un palo de
guayaba tras almorzar su plato favorito: sopa de menudencia con arroz blanco, cilantro
picado y limón mandarina.
Como él, son varios los
abuelos que se mudaron al barrio del descanso eterno y abandonaron su
residencia en la localidad de los mortales, donde vivo yo. Lugar donde la niñez
germina, la juventud aflora y los adultos
afrontan la responsabilidad de forjar un mejor porvenir en medio de la
incertidumbre.
En mi barrio, esos cigüeñales
de antaño como Pedro Juan coparon lo más alto, dejaron caer sus frutos y
brindaron sombras - virtuosas y erradas - cuando más se necesitaron. A la
eternidad, se llevan muchos elementos: memoria, vivencias y sabiduría. Tres
pilares para tener presente de dónde somos y para dónde vamos.
A esta edad, he concluido
que la vida y la muerte más que enemigas declaradas, son amigas íntimas que se
pelean a las almas como un especulador financiero a sus potenciales clientes.
A modo de tristeza,
respirando aires de melancolía y un tufo de nostalgia mezclada con resignación,
puedo decir: en este barrio no hay árboles viejos.