Al filo de la tarde, cuando el sol apaga su brillo y el sonido del tráfico vehicular es como el rugir de mil leones, abandonaba el lugar donde mis días transcurrían entre la falsa vanidad de querer ser alguien y las minúsculas ganas de vivir.
Caminaba junto a mi compañera de mil
batallas, a la estación Hawthorne para abordar el metro que nos llevaba rumbo
al suburbio 20 de Julio.
Para llegar a la estación, caminábamos
por la Avenida 45; una histórica vía con andenes muy anchos y casas de
arquitectura republicana; que tenían pomposos jardines, terrazas amplias,
balcones de ensueño y palos de matarratones tan grandes que parecían unos
raulíes perdidos en el trópico.
Los primeros días caminando a lo largo
de esa calle, éramos como los solitarios y desocupados Adán y Eva: a cualquier
cosa le poníamos nombres absurdos, para darles una existencia alterna y reír a
carcajadas como dos idiotas graduados con honores.
Te puede interesar >> El ruido de las hojas blancas en el ocaso
Todos los días teníamos en común un tema
por discutir y que nunca llegaba a una conclusión. Comenzaba a la salida de la
oficina y terminaba en la estación. Debates bizantinos que curiosamente no
tenían el minúsculo aburrimiento. Si eso hubiese sucedido, quizás, habríamos
hallado el por qué y para qué existe el Universo.
Cada cuestionamiento e interrogante de
ella, hacía que mi argumento se tornara como una marejada que choca en la
orilla.
Manejaba la literatura jurídica al
dedillo. También recomendaba series y películas donde los abogados no eran tan
desalmados como yo los concibo. No creo que su interés haya querido ser
magistrada, sino una defensora acérrima de los hombres que son invisibles ante
los ojos de la ley.
Yo, manejaba temas más variados que
tenían opiniones odiosas impregnadas con el perfume de la juventud: rabiar
contra las tradiciones más obsoletas. Generalmente ella no las compartía, pero
entendía por qué yo pensaba así.
Así duramos muchos años. Ganamos
anécdotas, tristezas con arroyos de lágrimas y unos kilos de más. Deleitamos
nuestros toscos paladares con helados, pizzas y mangos salteados con pimienta.
Aprendimos mutuamente a cocinar a fuego lento la amistad dándole grandes
cucharadas de diferencias.
Te puede interesar >> El sueño de abril
Hoy tenemos caminos separados: la
Avenida 45 está cerrada por arreglos en la vía; el lugar donde trabajábamos
quebró por una dura crisis económica inesperada; yo regresé a mi pueblo y ella
se fue al extranjero. A veces hablamos, pero no con la regularidad que se hacía
cuando éramos felices con tan poco.
Ahora no sé qué sentiré cuando vuelva a
caminar por esa avenida donde hacíamos de nuestros días una pasarela camino al
paraíso.