Y la bola rodó

En su lecho de muerte y bajo una fuerte tempestad, mientras recibía los santos oleos de un sacerdote florentino quien tuvo la misión de despedirlo cristianamente del mundo, Julio César Aldana recordaría una vez más, las atrocidades cometidas por su ascendencia familiar en la península de Yucatán y tiempo después, de sus súbditos mayorales contra los indígenas en el Pulmón del Mundo durante la fiebre del caucho.

Descendiente de un taimado talabartero de Castilla quien llegaría a Las Indias junto a Hernán Cortés y luego copularía ferozmente a una mujer de origen inca; Aldana heredaría desde los rasgos caucásicos hasta la violencia en nombre Dios que le serviría durante la sangrienta conquista para usurpar la tierra y tesoros no propios. Muchos años después; el rastro de eugenesia y espíritu bribón, seguirían su curso como río que busca su desembocadura en el mar.


Una tarde, mientras se echaba una siesta forzosa bajo la sombra de un árbol de guamo, tras un arduo combate con tribus insurrectas que habitaban en inmediaciones al Río Putumayo quienes le dejarían el temor a una rebelión de escala mayor, el descendiente de José María de la Purísima Trinidad de Borbón y Aldana, comenzaría a delirar con fornidos hombres aztecas y mayas quienes jugaban pateando su cabeza moribunda en un paradisíaco rincón de Centroamérica durante una celebración en honor al Sol. Soñando así, un viaje al pasado que antes le habían contado a medias y ahora el subconsciente le recordaría.

Aldana, creía sentir los fuertes golpes de esos pies pardos con bordes libres largos de grotescas uñas y el contacto de rodillas callosas que parecían el endocarpio de un coco. Mientras su cabeza rodaba a millas por hora en el suelo fértil para el cultivo del tabaco y caña, que estaba manchado de sangre en honor a los vencedores; él vería a las otras cabezas moribundas de todos sus antepasados marcadas con franjas rojas, quienes siglos antes llegaron en el desembarco de los europeos y más tarde se establecerían como aliados del poder durante la etapa colonial acompañando a corruptos virreinatos, para luego combatir fallidamente a las escaramuzas independistas de comuneros a lo largo de la Patria Grande.


Piezas de pelota. Foto: Historia Universal

Después de un rato de ir de timbo al tambo, los fornidos hombres dejaron de patear su cabeza y se irían del sitio. Tan mala e inoportuna coincidencia, la testa de Aldana quedaría mirando fijamente y sin poder alguno de moverse, la pictografía que simbolizaba la maldición que cargarían los descendientes de aquellos que durante centurias se dedicaron a sembrar terror y saquear riquezas ajenas con destino a las arcas de los Reyes Católicos de Castilla y Aragón.

Aldana despertaría estrepitosamente  y tras esa dura pesadilla, el hampón explotador del caucho estaba sudando frío y balbuceando palabras en latín, luego de sumergirse en esa ciénaga mental sin pescar razón ni lógica alguna.  Después de este suceso, se pondría su perversa psique al revés y ningún demiurgo volvería a ordenar.


La truculenta aventura onírica, le dejó un cuerpo pálido mirando hacia un cielo que despedía el día y abrazaba la noche. Sus ojos de color esmeraldas paramunas; su rostro de pómulos muy marcados; y una despeinada cabellera rubia parecida a las crines de una potranca de paso fino, estaban quemados tras el inclemente sol que se posó sobre él aquella tarde. Más tarde, fue hallado por trabajadores leales de su hacienda, quienes se lo llevaron para quitarle la casaca color turquí, que estaba sucia por la maleza del lugar y encontrando: heridas provocadas por los dardos de flechas perfumadas con un veneno originario de la Amazonía, lo cual daría pie a una agonía infernal, que más tarde, lo postraría en un aposento hasta el fin de sus días.