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A Dos Décadas de Ella: (I Parte)

Faux pas

René  Magritte. Obra: Les Amants II
Curioso que ese mar de bits llamado internet donde se navega constantemente en un mundo tan hiperconectado, me encontrara a esa mujer andina de 8 lustros.  Nunca pensé que un simple saludo cortés de esos tan habituales como el café por las mañanas y el silencio de la noche, fuese el inicio de una historia más dulce que la miel.

Y precisamente había una abismal diferencia de calendarios entre los dos. Ella cargaba una antología de actos; con líneas de expresión en la frente que no se veían fácilmente con la luz del día; minúsculas canas que se perdían en la selva de su frondoso cabello castaño; y unos labios levemente arrugados pero carnosos a pesar de los años como si hubiesen podido renacer de las cenizas. Era como un ave fénix que vino a la ciudad así como las gaviotas buscan volar hacia a la costa para dar una señal de esperanza a los mortales.

¿Madame Bovary o Pilar Ternera? Ovulan odiosas comparaciones en mi cabeza. Sus ojos más claros que el agua y la sinfonía de sus caderas con imanes anatómicos, no me lo permiten. Es mejor vivirla que diagramarla a semejanza de otras féminas. Para mí, era lúcida ante las jóvenes y cuerda entre los locos. 

Yo, un joven recién egresado de la academia, imaginaba todo menos tropezarme con una mujer de mil batallas. Ni siquiera mi pesimismo y cuadrícula forma de relacionarme con los demás, habría calculado tener contacto con una damisela que podía ser mi progenitora.
Pasaron los días y la cortesía de perfectos desconocidos, ya se empezaba a ver desde el retrovisor. Charlas donde se desnudaba todo menos nuestros cuerpos siguieron su cauce.

De repente, se creció el río del deseo y el querer vernos nos robó la tranquilidad de lo cotidiano. Un vuelco completo a nuestra rutina enfermiza y algo compleja.

Le pregunté de todo un poco sobre su pasado. Toqué sus puntos débiles en el recuerdo y rocé sus días de gloria. Desde su primer amor hasta el doloroso adiós que le dijo a las personas que les entregó su otra mitad sin tener nada a cambio.

Secarse la ropa en el tendedero demoró más que la cita, momento que le daría un giro a nuestros diálogos digitales. La intriga se regaría como agua en el jardín de curiosidad que sembramos con el pasar de los días.

El tiempo matutino, el medio día y la jornada vespertina no volverían a ser iguales para mí. Ahora mi insomnio y frotaciones genitales para liberar cargas hormonales tenían otro ingrediente:


Ella.

Un corto colofón: esta historia deberá continuar...

Tengo algo corto que contar



Entre ella y yo: un muro de tiempo y una ventana abierta de cuentos

Minúsculos recuerdos llegan a mi mente a la hora de recordar el primer contacto con mi madre. La obviedad más grande podría ser el período de la lactancia y los primeros años de infancia donde somos un tablero en blanco para que la tiza de la vida nos marque según el azar de nuestro destino. Sin embargo, en las siguientes líneas me atreveré a rememorar a la persona que me aguardó durante nueve meses y me trajo al mundo una mañana dominical de los primeros días de octubre.

Quizás tenía 6 o 7 años; época donde el olor de las crayolas, el leve ardor de las rodillas raspadas, comer con agrio gusto el mango biche con sal, las series infantiles  de televisión y marcar estéticamente los cuadernos con márgenes; hacían parte de mi antología como infante. Veía con frecuencia a todo el núcleo familiar menos a ella. Me despertaba sin desearle buenos días a su silueta maternal y me acostaba sin que sus besos pudieran despedirse en mi frente. Muy pequeño para llorar caprichosamente pero sí con el corazón arrugado por no ser acompañado camino a la escuela ni ser recibido por ella tras volver de un encierro de cuatro paredes que era la jornada escolar.

A pesar de todo, añoraba que llegarán los fines de semana por una sencilla razón: ella. Y mi afán se despegaba desde la tarde del viernes. Ese día, mi madre salía temprano y nos podíamos ver para jugar a todo menos a alejarnos del lazo mamá e hijo. Los sábados, la historia de añoranza maternal seguía su cauce. Recuerdo que me cocinaba para el almuerzo la sopa que antes detestaba por su exceso de verduras y hoy degusto armoniosamente en mi paladar. 

Todo lo anterior, se complementaba en la noche con la lectura de libros que me traía de su lugar de trabajo donde pasaba más de 8 horas y era como su familia paralela o mejor dicho, su segundo hogar. Pese a esto, los celos no me contaminaban. Todo lo contrario, comenzaría el idilio entre ella y yo, que se mantiene vigente hasta el sol de hoy.

Curiosamente esos libros fueron los hermosos que mi vista han podido ver, mis oídos deleitarse escuchando el pasar de páginas y mi olfato degustar el olor de sus hojas. ¡Quién lo diría! Los cuentos del poeta y escritor danés Hans Cristian Andersen fueron nuestra ruta para encontrarnos en el tiempo libre y endurecer como a una piedra, el lazo umbilical.

Mi mamá era feliz leyéndome desde el Patito Feo hasta mi cuento favorito: El Soldadito de Plomo. Su pasión por inculcarme el amor por las letras y hacer de mi imaginación un caldo de cultivo, darían sus frutos a largo plazo. Hoy, soy alguien que imagina todo menos la realidad. Entre locuras graciosas y humor agrio desde una gris personalidad, se acentúa mi forma de ver al mundo y se lo debo a ella. Mi querida progenitora.

Cuando llegaba el lunes, la rutina volvía a nuestro hogar y con ella, la soledad del infante. El día me despojaba a mi mamá y la noche me la rescataba cuando yo no la podía ver por culpa de Morfeo. Ironías temporales, se podría decir.

Quizás es lo más bello que me sucedió en la infancia. Quizás fueron los fines de semana donde teníamos todo a pesar de nada. Quizás, mi mamá es el sueño eterno que quisiera tener siempre y donde jamás quiero despertar.  

Dicen que no hay nostalgia que añorar lo que nunca jamás sucedió. Yo, añoro volver a esas épocas donde la vida me empezó a revelar el camino para conocer a mi primera heroína que hoy está canosa,  con algunas arrugas que marcan su bello paso por la vida, pero con una vitalidad envidiable para seguir disfrutando de la miel que posee la juventud a pesar de los calendarios tachados.


Colofón: la anterior narración fue patrocinada por el amor a mi madre.