Tengo algo corto que contar



Entre ella y yo: un muro de tiempo y una ventana abierta de cuentos

Minúsculos recuerdos llegan a mi mente a la hora de recordar el primer contacto con mi madre. La obviedad más grande podría ser el período de la lactancia y los primeros años de infancia donde somos un tablero en blanco para que la tiza de la vida nos marque según el azar de nuestro destino. Sin embargo, en las siguientes líneas me atreveré a rememorar a la persona que me aguardó durante nueve meses y me trajo al mundo una mañana dominical de los primeros días de octubre.

Quizás tenía 6 o 7 años; época donde el olor de las crayolas, el leve ardor de las rodillas raspadas, comer con agrio gusto el mango biche con sal, las series infantiles  de televisión y marcar estéticamente los cuadernos con márgenes; hacían parte de mi antología como infante. Veía con frecuencia a todo el núcleo familiar menos a ella. Me despertaba sin desearle buenos días a su silueta maternal y me acostaba sin que sus besos pudieran despedirse en mi frente. Muy pequeño para llorar caprichosamente pero sí con el corazón arrugado por no ser acompañado camino a la escuela ni ser recibido por ella tras volver de un encierro de cuatro paredes que era la jornada escolar.

A pesar de todo, añoraba que llegarán los fines de semana por una sencilla razón: ella. Y mi afán se despegaba desde la tarde del viernes. Ese día, mi madre salía temprano y nos podíamos ver para jugar a todo menos a alejarnos del lazo mamá e hijo. Los sábados, la historia de añoranza maternal seguía su cauce. Recuerdo que me cocinaba para el almuerzo la sopa que antes detestaba por su exceso de verduras y hoy degusto armoniosamente en mi paladar. 

Todo lo anterior, se complementaba en la noche con la lectura de libros que me traía de su lugar de trabajo donde pasaba más de 8 horas y era como su familia paralela o mejor dicho, su segundo hogar. Pese a esto, los celos no me contaminaban. Todo lo contrario, comenzaría el idilio entre ella y yo, que se mantiene vigente hasta el sol de hoy.

Curiosamente esos libros fueron los hermosos que mi vista han podido ver, mis oídos deleitarse escuchando el pasar de páginas y mi olfato degustar el olor de sus hojas. ¡Quién lo diría! Los cuentos del poeta y escritor danés Hans Cristian Andersen fueron nuestra ruta para encontrarnos en el tiempo libre y endurecer como a una piedra, el lazo umbilical.

Mi mamá era feliz leyéndome desde el Patito Feo hasta mi cuento favorito: El Soldadito de Plomo. Su pasión por inculcarme el amor por las letras y hacer de mi imaginación un caldo de cultivo, darían sus frutos a largo plazo. Hoy, soy alguien que imagina todo menos la realidad. Entre locuras graciosas y humor agrio desde una gris personalidad, se acentúa mi forma de ver al mundo y se lo debo a ella. Mi querida progenitora.

Cuando llegaba el lunes, la rutina volvía a nuestro hogar y con ella, la soledad del infante. El día me despojaba a mi mamá y la noche me la rescataba cuando yo no la podía ver por culpa de Morfeo. Ironías temporales, se podría decir.

Quizás es lo más bello que me sucedió en la infancia. Quizás fueron los fines de semana donde teníamos todo a pesar de nada. Quizás, mi mamá es el sueño eterno que quisiera tener siempre y donde jamás quiero despertar.  

Dicen que no hay nostalgia que añorar lo que nunca jamás sucedió. Yo, añoro volver a esas épocas donde la vida me empezó a revelar el camino para conocer a mi primera heroína que hoy está canosa,  con algunas arrugas que marcan su bello paso por la vida, pero con una vitalidad envidiable para seguir disfrutando de la miel que posee la juventud a pesar de los calendarios tachados.


Colofón: la anterior narración fue patrocinada por el amor a mi madre.