Tras un torrencial aguacero en aquel pueblo de las entrañas profundas del Urabá, donde las nubes eran hielos colgantes derritiéndose cayendo a gotas párvulas sobre el suelo fértil apto para el cultivo abundante de plátanos, tabaco, yuca, ñame u otros; llegó el día menos esperado para todos y todas.
Asediado por grupos insurgentes, cuentan los que saben porque yo no, que saliendo el sol y ocultándose la luna; hombres fuertemente alzados en armas llegaron y desplazaron, a sus habitantes que tenían al campo como oxígeno para vivir. Nadie fue ajeno a esta situación que venía sucediendo en otras partes y dejándose bajo tapete. Ni siquiera seres de 4 patas con crías amamantando febrilmente. Las amenazas con fusil y lista en mano, fueron la carta de presentación de los insurgentes. Solo una estatua de la Virgen María que estaba por la cancha del pueblo, se quedó in situ. Era el inicio de la década de los noventa, una nación con vaivenes morales, podrida por la corrupción estatal, narcotráfico e inyectada por sevicia digna de Caín. Era tierra donde habitaba el olvido y la amnesia como virus colectivo.
En ese preciso día, a esa hora,
minutos y segundos, la familia Mina se va de la tierra heredada por sus
antepasados. Dedicados a las vacas, la venta de suero costeño, la cría de
gallinas, el banano y cosecha de tabaco; sintieron que si no se iban, sus campesinos
cadáveres serían un adorno más de la cruel guerra. Con 16 integrantes, cuatro
mudas de ropas que se llevaron en bolsas cada uno, tres perros, dos gatos y un
loro; marcharían a un centro urbano en busca de refugio en las
periferias porque hombres que no comprendían sentido de vivir en paz con el
prójimo, así lo quisieron.
Los primeros 12 se fueron minutos
antes y perdieron contacto con los 4 restantes que faltaban, por marcharse. Iban en camino, por la trocha montados en las tradicionales camionetas jeep. Entre esos restantes, había un niño
lánguido pero muy pilo que llevaba pocas cosas en el equipaje imprevisto; el
infante llevaba puesta la camiseta de
Atlético Nacional, el "equipo de la tierrita" y escuadra a la que le faltaba
pocos días para disputar el título del rentado local.
El niño que tenía a René Higuita
como ídolo y deseaba cuando grande ser como él; no entendía porque tenía que
dejar de ver a sus amigos de barrio y colegio, sólo para cumplir "caprichos" y "órdenes" de unos señores que vestían como el
ejército pero no protegían a la gente como lo hacían ellos. Le alegraba
que si se iba para la capital podía seguir al club de sus amores más cerca, y más aún si se mudaban cerca al Atanasio. La inocencia de un hincha menor del fútbol. En
su mano llevaba el afiche que tenía como imagen a ‘El Loco’ haciendo el escorpión, el cual pensaría colocar en el cuarto que aún no tenía la certeza si tendría.
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René Higuita |
En plena trocha, los restantes de
la familia Mina fueron detenidos por un retén de esos mismos hombres
insurgentes, que los echaron de su pueblo. Ahora, no solo los terminarían de
amenazar, también querían cazar a alguno que ellos considerarán, no “útil” para
la sociedad o enemigo de la causa. A continuación, no se extrañen de lo que
sucede a partir de las siguientes líneas que usted, en este preciso tiempo,
lugar, y dirección del viento, va a leer.
Los 4 restantes se bajaron de la
camioneta donde se movilizaban. Cedieron a mostrar sus identificaciones y el
niño, en su lugar, mostró la tarjeta de identidad por ser menor de edad. Uno de
los hombres al leer el documento, le comentó a su cabecilla, la particularidad
que presentaba el niño. El comentario careció de palabras pero las miradas
cruzadas entre ellos, hablaban por sí solas.
En un abrir y cerrar de ojos,
tras leer e interrogar sobre las identidades de los 4 individuos que estaban a punto de irse a la gran ciudad,
donde no tenían ni remota idea del transporte público, el ruido, el costo de la
vida y la inseguridad recalcitrante; vendrían tres tiros de gracia a sus espaldas, donde cada uno le tocó una
parte de los tres. Se silenciaron sus vidas y sonó la muerte de forma consonante.
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Pintura. Violencia. Autor: Fernando Botero |
En un baño de sangre se convirtió
la trocha donde fueron ajusticiados y pretendían salir previamente. El niño, no
vio nada. El hombre del jeep, que lo conducía, si lo sintió y se bajó. Los
hombres armados le conversaron y el cabecilla mayor, le dijo al chofer:
- Como ve, los tres se quedarán
acá, al parcerito lléveselo. Su papá seguramente lo quiere ver cuando salte a
la cancha con estadio lleno. Es una fecha importante – resaltó.
El conductor asintió y el niño,
sabía que no volvería a ver a los tres. Pero si vería al ‘verde’ y a su vez, al
papá que no conocía, porque su mamá nunca le habló pero mucha gente le hablaría
de su progenitor tiempo después. Lo que le quitó lo agrio y volvería dulce su
momento convulsionado de infancia.
Atlético Nacional de Medellín quedó campeón ese año. Y su papá, fue gran estelar de aquella consagración, pero no sabía que
un hijo suyo había sido desplazado por la violencia en ese mismo tiempo.
Tampoco sabía que jugaba con el ídolo de su nene (Higuita) y mucho menos que su hijo estaba escuchando por radio el partido, donde mencionaban su nombre y hazañas dominicales que le dieron el título al club, al cual su hijo seguía
fervorosamente desde la lejana región donde huyó para arribar a la capital en
pocas horas.
Cualquier parecido
con la realidad sólo hace entender que fue un punto en la cronología de
nuestra historia
Publicado originalmente en el extinto sitio web Visión Periférica