Faux pas
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René Magritte. Obra: Les Amants II |
Curioso
que ese mar de bits llamado internet donde se navega constantemente en un mundo
tan hiperconectado, me encontrara a esa mujer andina de 8 lustros. Nunca pensé que un simple saludo cortés de
esos tan habituales como el café por las mañanas y el silencio de la noche,
fuese el inicio de una historia más dulce que la miel.
Y
precisamente había una abismal diferencia de calendarios entre los dos. Ella
cargaba una antología de actos; con líneas de expresión en la frente que no se
veían fácilmente con la luz del día; minúsculas canas que se perdían en la
selva de su frondoso cabello castaño; y unos labios levemente arrugados pero
carnosos a pesar de los años como si hubiesen podido renacer de las cenizas.
Era como un ave fénix que vino a la ciudad así como las gaviotas buscan volar hacia
a la costa para dar una señal de esperanza a los mortales.
¿Madame
Bovary o Pilar Ternera? Ovulan odiosas comparaciones en mi cabeza. Sus ojos más
claros que el agua y la sinfonía de sus caderas con imanes anatómicos, no me lo
permiten. Es mejor vivirla que diagramarla a semejanza de otras féminas. Para
mí, era lúcida ante las jóvenes y cuerda entre los locos.
Yo,
un joven recién egresado de la academia, imaginaba todo menos tropezarme con
una mujer de mil batallas. Ni siquiera mi pesimismo y cuadrícula forma de
relacionarme con los demás, habría calculado tener contacto con una damisela
que podía ser mi progenitora.
Pasaron
los días y la cortesía de perfectos desconocidos, ya se empezaba a ver desde el
retrovisor. Charlas donde se desnudaba todo menos nuestros cuerpos siguieron su
cauce.
De repente, se creció el río del deseo y el querer vernos nos robó la
tranquilidad de lo cotidiano. Un vuelco completo a nuestra rutina enfermiza y algo compleja.
Le
pregunté de todo un poco sobre su pasado. Toqué sus puntos débiles en el
recuerdo y rocé sus días de gloria. Desde su primer amor hasta el doloroso
adiós que le dijo a las personas que les entregó su otra mitad sin tener nada a cambio.
Secarse la ropa en el tendedero demoró más que
la cita, momento que le daría un giro a nuestros diálogos digitales. La intriga
se regaría como agua en el jardín de curiosidad que sembramos con el pasar de
los días.
El
tiempo matutino, el medio día y la jornada vespertina no volverían a ser
iguales para mí. Ahora mi insomnio y frotaciones genitales para liberar cargas hormonales
tenían otro ingrediente:
Ella.
Un corto colofón: esta historia deberá continuar...